Madrid, a lo que te truje…

“Adiós parejita”… fue el gesto más amable del dependiente de un restaurante al que habíamos acudido por lo menos cinco veces en tres días. Minutos antes, el comandante en jefe de la barra nos había ofrecido, de la nada, probar una croqueta de jamón serrano. Deliciosa. Por nuestra parte nos habíamos zampado ya un plato de pulpo a la gallega, otro de lacón, vino tinto, cervezas y pan. Íbamos ya bien servidos, y así había sido antes, ya fuera para desayunar o cenar en el lugar. Nuca habíamos sentido tanta familiaridad como esa noche, cuando nos despedimos de Madrid.

Peyma se llama el sitio y se convirtió en nuestro favorito. Tenía el aspecto de lo que nos habían sugerido buscar: un museo del jamón. A saber, una barra con carnes frías, cervezas, vinos y algún platillo más elaborado con papas cocidas, carne o mariscos con harta paprika. Los clientes de pie; algunos afortunados sentados en banco. Acá la diferencia eran unas mesas en el exterior y poco menos bullicio.

Sí, confirmamos que el trato de los madrileños es más “rudo” que el de otros españoles. Visitamos diferentes restaurantes, cafés, museos o teatros, y la interacción con quienes ofrecían un producto o servicio era casi de lo mínimo indispensable. Con esto entiéndase que la atención que dicta la hotelería y el turismo pasa un poco de largo.

-    Un café por favor.
-    ¿Café solo?
-    Sí.
-    --------
-    Gracias.


Este diálogo es inimaginable en cualquier otra cafetería (mexicana, por lo menos), ya no digamos un Starbucks, el extremo opuesto.

El punto de partida era el barrio de Lavapies –que por otro lado los madrileños califican de “peligroso” – en el que más que con turistas, convivimos con residentes de la zona, sobre todo madrileños y extranjeros migrantes, que no hacían distinción con el foráneo, y que más bien el trato se brindaba como a cualquiera, como un igual. Eso se agradece: el gesto amable –que no hubo muchos– nunca estuvo encaminado sólo a vender algo; eso resultó agradable, aunque suene que es un tanto frío.

El punto de partida era el barrio de Lavapies – que por otro lado los madrileños califican de “peligroso” –

Sin embargo, no deja de extrañar que el panorama en medio de un boom turístico, de miles de servicios, cientos de hoteles y millones de turistas, cambia cuando decides salir un poco del circuito preestablecido y logras encontrar, sino la esencia, sí una perspectiva distinta de la que ofrecen las empresas que se encargan de definir qué y cómo es una ciudad, o país, para atraer visitantes con slogans del tipo “conoce la mejor ciudad del mundo”.

Y seguramente el servicio de “restauración”, como dicen los madrileños, deja ver algunos gestos originales sin maquillar. Los platos, las tazas y la cristalería en general golpeaban contra la barra o la mesa casi a punto de estrellarse. Parece que los meseros y dependientes de los sitios en Madrid saben el impulso justo para aventar cada pieza, pero evitar que se rompa. El ritmo es frenético, uno grita aquí, otro allá; hay un vaivén de pedidos y mientras tanto te sirven una cerveza que se derrama. No hay tiempo ni  lugar para amabilidades superfluas. Quizá allí radica el encanto: recibir un trato sin impostar, pero sin ser grosero. Así, nada más, a lo que te truje.•

texto - Juan Levid 
ilustración - Patrick Vertino